viernes, 9 de diciembre de 2011

Compuesto Junto al Lago Grasmere (William Wordsworth)


Las nubes, entreteniéndose aún, se extienden en sólidos bloques
a lo largo del oeste gris; ¡y mirad! estas aguas, templadas
por un aire calmo hasta convertirse en pulida cera, entregan
un vívido retrato de las estrellas;
Júpiter, Venus, y la rojiza cresta de Marte
entre sus compañeros hermosamente revelados
a una feliz distancia del gimiente campo de la tierra,
donde los despiadados mortales mantienen incesantes guerras.
¿Es un espejo?--¿o acaso la Esfera inferior
que pone a la vista el abismo donde ella alimenta
sus propios fuegos calmos?--¡Pero oíd! una voz se acerca;
el mismísimo Gran Pan susurrando entre los juncos,
"¡Estate agradecido, pues si terribles hechos
asolan el mundo, aquí la tranquilidad se haya!"

Clouds, lingering yet, extend in solid bars/ Through the grey west; and lo! these waters, steeled/ By breezeless air to smoothest polish, yield/ A vivid repetition of the stars;/ Jove, Venus, and the ruddy crest of Mars/ Amid his fellows beauteously revealed/ At happy distance from earth's groaning field,/ Where ruthless mortals wage incessant wars./ Is it a mirror?--or the nether Sphere/ Opening to view the abyss in which she feeds/ Her own calm fires?--But list! a voice is near;/Great Pan himself low-whispering through the reeds,/ "Be thankful, thou; for, if unholy deeds/ Ravage the world, tranquillity is here!"

viernes, 28 de octubre de 2011

(Título indicado en el texto)

"Un pequeño interludio", exclamó el niño subido en el sillón del dentista.

Hacía tiempo que los tambores habían dejado de sonar sobre las colinas. Espacio abierto. Distancia al sol medida en insinuaciones junto a la cerveza y el vino. Algunos pasos más allá del río de piedras que la calle compañía exclama observó sus botas. "Un calzado eléctrico", no pensó él sino que dio por bueno en un verso. "Es bueno verte una vez cada seis años viviendo en la misma calle, sigues siendo mi mejor amiga." En el lugar elevado las aves rendían sus pleitesías a la noche. Al notarte pisar toda aquella piedra recordé la oscuridad en tus amapolas aquella noche junto a un mar que no era mío. ¿Por qué al encontrarse uno en la profundidad fingida de una piscina en Venus puede proclamar, entre los sollozos de un enemigo íntimo, que el deseo es un arma de largo alcance pero de disparo a quemarropa? Contestarse a ella misma es lo que hace la pregunta separada de las fronteras de la blancura entre los trazos. Más allá, la negatividad. "Quiero pitufas de Santa Ana!, espetó la chica de tez morena pero bañada por las interminables cejas de la máscara de Groucho Marx al camarero confiado en un error habitual en la propia chica de pechos grandes pero firmes por los abrazos, habituales ya también, de los culturistas.

sábado, 10 de septiembre de 2011

La Noche de las Iguanas


Los soplidos de las trompetas y la seda de los violonchelos introducen el tempestuoso escenario barrido por los monzones y los reptiles de colas como apéndices. El bramido de las olas emite sus dulces interferencias a través de una vieja radio.
Las aguas están llenas de plásticos que no hacen ruido,
que sólo ahogan a los bañistas en la medianoche,
que responden a la llamada de las orcas al describir Júpiter sereno un destello en el horizonte.
El reverendo Maldonado, serrando su peso coxofemoral inevitablemente hacia el futuro, busca conchas y caracolas en el perfil descrito por las arenas y los gusanos de Arakis. Las pieles negras de su hábito se estremecen con el contacto de la fresca noche en su viaje hacia las lindes del amanecer.
¡Oh tú, virtualidad de tercer grado por la que algunas familias derrochan sus sueldos durante la estación de lluvias, atracción de feria en la que yo, tú o aquel nos mojamos los pies en los domingos de fútbol y jarras de uranio! ¡Háblanos de tus feligreses en cunas de silicio, los ojos navegantes en la pantalla que no actúa tanto como espejo sino como cortejo indeseado cuando los hombres vuelven de la guerra! ¡Háblanos, te lo suplico!

REVERENDO MALDONADO: –"Los saqué a todos de mi vida. Los saqué a todos de sus coches. Al volver del hogar de los amantes, que quisieron enterrarme junto a los jacintos.
¡Oh, mi padre, oh mi padre! ¿No escuchas lo que Cristo me promete dulcemente?
Tú me tocas y no me haces daño. Los diablos en tus noches de mendicidad difusa. Ellos son los culpables que hoy buscas entre la siembra de los significantes."

Querido doble improvisado,
Junto al arrollo en Tepozlán hay varios perros tumbados en la charca. Mastican raíces y agua envenenada. Los turistas pisan con sus gomas los impotentes aminoácidos, privados ya de la repetición de las fábricas. Tanta identidad que nos embruja por eso mismo, por gozar en el deseo colmado, de aquello que se sabe muerto frente a los goznes del sol.
Pero mírala, por ahí va llegando, la señorita Gutiérrez. Se mueve como una infante difunte emborrachada de Ravel. Entre los filodentros se mueve. Todo es exceso y corriente subterránea en su aparición preprogramada. Os reúno ante los restos de Nantucket, cierto, más lejos e improbable, pero por eso mismo
más abierto.
Tuyo siempre,
el que escribe tu historia,
este dios, 
otro doble. 

SEÑORITA GUTIÉRREZ: –"Cada luna quemo banderas de estrellas, aquí junto a los cangrejos. Las maracas de Pedro y Jesú son como un pupút haciendo cabriolas por los desiertos de Arakis. Pienso en la presión de mis venas. Allí está Júpiter. Debido a la presión el hidrógeno comparte sus electrones en líquida aletheia que no trae ni verdad,
ni belleza,
ni terribles gritos de cerveza, cuando el bar declina y los amigos te sacan en cara tu huida entre los faroles. Desde que murió Vincenzo te suplico..."

-"Me suplicas."

-"Que me ames esta noche..."

-"Esta noche."

-"Con el ardor de las iguanas...

-"Las iguanas."

-"Pero no me haces caso, siempre ensimismado en tus conchas de hojalata. Sucinto monje endemoniado. Los raores se están friendo en la cocina de tu infancia y las mujeres se visten con partos y festejos de despedida. Los bungalow de madera donde pasamos aquel verano, con aquellos insectos solares dando luz, la necesaria. Y tu botella de mezcal caliente, preñada en sus vísceras por los lagartos. Lucy ha venido a pintar de sangre la cocina. Ego te absolvo.
Y después de tanta noche jugando a los tronos,
con aquella canción de aniversario y con los pterodáctilos, cabrones,
vendrás con tus maracas de Crimea a los brazos de un cristo con ojos de vaca,
herido en el costado siniestro.
Sin testigos, sin dolientes individuos en sus túnicas. A oscuras. Tú, y eso.
¿Por qué no dices nada? ¿Por qué no hablas? Habla... ¿Es que acaso no escuchas..."

-"El perro muerto jugueteando tras la puerta. Luego nada, y otra vez nada. Recuerda."

-"No puedo recordar.
Mentiría si te dijera otra cosa. Tus palabras son gasas empapadas en mi sangre, un querido llanto, una escusa barata en los oídos de la esfinge del departamento de estado, un piropo inocente en una escena de amor de Sam Peckinpah.
Algunos, como Juan, empujan con el pie certero al indio, fuera de plano,
colina abajo,
colina abajo.
Nadie te pidió que te pusieras ese delantal con tanto pistolero suelto, Sr. Valance. Libertad señalada por un garfio en el tejado. Herman cree que el dinero es suyo."


Sentada en el muelle blanco, Nikita Nabronaloviz seduce a los moluscos en pena con sus braguitas de seda.

NIKITA NABRONALOVIZ:–"¿Por qué me crucificaron con estos pechos y con estos muslos? Las cuchillas que mes a mes escarban mi piel. No las soporto. ¿Cuántas cremas te pones? ¿Sabes contar?
(mirada en el reflejo del agua)
Todo el peso de esos ojos, escrutándome. Las manos me cubren poco a poco, con sus pétalos y los párpados de acero. No quiero volverlo a ver.
(las olas no traen nada de valor)
Si en las tardes de aquel verano me hubiese quedado quieta en casa junto a mi madre. Mi madre.
No la soporto.
(y qué te ha hecho ella?)
Está dentro de mi. Prohibición, prohibición, prohibición.
Tiene colmillos de morsa y piel de hojalata.
(y qué más tiene, dime)
No tengo tiempo para esto. Estoy sola.
(son tan tuyas tus braguitas de seda)
Todo el peso de tus ojos, escrutándome."

Dos
morenas luchan a muerte junto al desagüe de la fábrica. Además, el tiempo se lee opaco en los bancos de algas. Las horas no traen nada de valor.
Persigue con la mirada el Reverendo los últimos ermitaños que desaparecen con la marea. Es el momento de la mudanza. El chillido de las uñas en la pizarra de Amity
y ese roto alarido tras cada sacudida, tras cada herida de amor que no se cierra. Enterrada viva. Como una selva diminuta.
Un poco más allá, la señorita Gutiérrez se hunde poco a poco entre las interferencias de la radio y los plásticos.
Ya se ha ensuciado el retrato de Nikita. Ya no le reconoce.
Me encojo de piernas en lo profundo del bote. Mecido por monstruos marinos.
Los luminiscentes dedos estirándose para luego encoger progresivamente. Anémonas que llueven sobre el cráneo jugoso aún sin formar.
Hace frío entre tus labios
bíblicos.  

miércoles, 24 de agosto de 2011

Irrealidad y Regresión (II)


Dice Theodoro Roethke en una de sus más famosas citas que el hombre espiritual debe ir hacia atrás para así poder seguir hacia adelante; que el camino es circular y que a veces se pierde pero que inevitablemente se reencuentra.



Separándome a una distancia segura del párrafo anterior puedo observar la casi neurótica repetición de las conjunciones, como si el lenguaje estuviese escenificando en ese mismo repetir, el eterno retorno que lo hace tan seductor ante la perspectiva imaginada de la propia muerte.

Si dediqué mi primer ensayo americano a hablar de la irrealidad que el viaje a otras latitudes produce, en esta segunda parte quiero apuntar a una serie de aspectos que en cierta manera niegan el devenir de la historia propia del sujeto y privan a la conciencia, inocente y despistada, de marcadores temporales. 

Después de despertar a mi nueva vida lejos del chorizo y sus digestiones carburantes me dispuse a ducharme (repetición: posible ansiedad por el desmoronarse de mi identidad), dejé la ropa en la habitación y avancé desnudo por las nubes de la moqueta. Le di al agua caliente y me acerqué a la alcachofa con descaro. El agua me daba en el pecho. Y nada más que en el pecho. En un primer momento pensé en la hombría de los espartanos, en los peludos acorazados de los simios y en aquel día en que pude acercarme a una mujer sin miedo a ser calificado de simpático pero sin derecho a ser deseado, en un primer momento, porque al darme cuenta de la realidad de mi situación, fueron las noches onanísticas de festivales colectivos ante el incipiente porno, las patadas a traición de los repetidores durante los partidos de fútbol en el patio o la cara de imbécil que se me quedó cuando me partieron el tabique.
No podía desviar el chorro hacia mi cabeza. Resultaba imposible. Como Tom Hanks en una película infame de esas cuantas que tiene, creí haber crecido más de lo normal, que algo no concordaba con el espacio, que la imagen de un hombre adulto inclinando las piernas para recibir la bendición del aseo no era mucho más que ridícula.
Salí de la ducha extrañado. Estiré de nuevo mis piernas. Aunque un ligero andar a lo Beavis and Butthead permaneció por unos segundos.

Después de comprar en el supermercado una caja de cereales Chex y crujir su contenido entre mis dientes llenos de caries invisibles, recordé mis primeras grabaciones teatrales con un radiocasete futurista del pasado (es decir, como los futuros de Brasil, Blade Runner o Forbidden Planet, todos ellos ruinas) junto al que entonces era mi amigo y ahora no es más que un recuerdo distorsionado y desprovisto de baloncesto. También pensé en mi primera novia, una chica que venía de un pueblo amarillo y a la que nunca besé más que en corrillos eróticos de humillación asegurada. ¡Cuánta perversión y cuánta inocencia alrededor de esos círculos en los que nunca participaban las chicas más guapas! Mendigando por un beso furtivo algunos pasaban meses sin besar nada más que el polvo. En otros lugares los chicos malos hacían manitas con las chicas más guarras o bellas. En los corros sólo había gente normal, corriente y algo triste. Los cereales Chex y todo este mundo narcisista de flaqueza constante.

Algo más hay que decir acerca de las dislocaciones temporales. Ahora vivo en la ausencia filial de mi querida benefactora, la abuelita Mary. Duermo en la habitación de su hijo, ya escapado. Me masturbo con la siniestra, y yo valoro, traidora mirada de algún juguete de una infancia que no es la mía al alcanzar el clímax. Y ya sé, ya estoy exhibiéndome otra vez. Pero de alguna manera hay que conservar a la audiencia... 
Mary me trata como a un hijo: me advierte sobre los monstruos en el jardín, me deja notitas cargadas de azúcar al partir hacia la peluquería, me mira con sospecha al hablar de la salvia divinorum... Pero luego los platos se acumulan sucios en el fregadero y, travieso como una nigua, el recuerdo de la cocina de una amigo en la calle de la Parra en Salamanca me remueve el estómago. 
Los gusanos en la mierda de mi perro. El chasquido de los dientes de aquel niño mientras tragaba tippex como si fuera baileys. Las ostias del fraile a tanto niño de papá, incluido yo mismo. El maquillaje cayendo con inercia reveladora sobre el rostro de uno de mis muertos. 

Estas son cosas que a menudo olvida la gente, dice Serrat.
El tiempo, parece ser, es un mito moderno promovido por la burguesía industrial. La física cuántica se ha encargado de derrumbarlo.

Los besos que te di se solapan ahora mismo con el odio de tus párpados, y también, no lo olvides, con los de otro, que no soy yo.
La leche que te servía de alimento es ahora también suero que se filtra por los tubos de tu lecho.
En cada momento muero por un estancamiento pulmonar y me entrego sin descanso a sus muslos de berenjena.
El pasado es algo que vive en el lenguaje, en el abrigo de las palabras que vuelven sin descanso para burlarnos.

Aunque el dolor o el placer no sean más que una elipsis, un vacío en los pozos de tantos labios simultáneos. 



viernes, 22 de julio de 2011

Edge (Sylvia Plath)

Borde

La mujer es ya perfecta.
Su inerte
cuerpo trae la sonrisa del cumplimiento,
la ilusión de una necesidad griega
fluye por los pliegues de su toga,
sus pies
desnudos parecen estar diciendo:
hemos llegado tan lejos, se ha acabado.
Cada niño muerto enroscado, una blanca serpiente,
en cada pequeña
jarra de leche, ahora vacía.
Ella los ha plegado
en su cuerpo como pétalos
de una rosa cerrada cuando el jardín
se endurece y los aromas sangran
de las dulces, profundas gargantas de la flor de noche.
La luna no tiene de qué entristecerse,
vigilando desde su capucha de hueso.
Está acostumbrada a este tipo de cosas.
Sus negruras crujen y se arrastran.













Uno de los últimos poemas que Plath escribió antes de darse muerte. Tradicionalmente la crítica lo ha considerado una nota de suicidio en la que incluso expresa el deseo de llevarse a sus hijos con ella. Ni mis admirados Ted Hughes o Seamus Heaney fueron capaces de separar en sus interpretaciones la persona poética y textual de la Sylvia real y cayeron presa de la limitadora castración autobiográfica.
Para más información remito a este excelente artículo sobre los últimos poemas de Plath:

http://findarticles.com/p/articles/mi_7026/is_1_100/ai_n28309477/?tag=mantle_skin;content

El poema original:

http://www.angelfire.com/tn/plath/edge.html

sábado, 9 de julio de 2011

Amnesia en Morille (Interludio)

...y a medida que avanzaba, el temor se hacía más tangible, más físico. El temblor de las piernas, el corazón a punto de brotar con ademán dieciochesco, cada escalón y cada puerta ensombrecía el final de una carrera sin recodos. Ahí, junto a la cortina, ¿no lo ves? ¡Maldita sea, Gloria! ¡Vamos todos a morir! Pero no había ninguna Kate Capshaw vestida de blanca flor de los alpes para agarrar de la palanca llena de coleópteros que nos salvara. Algo me perseguía y yo seguía cerrando puertas y más puertas. En el dormitorio subyacente encontré a Carmen y a Dévora. Hablaban de los niños mutilados en genitales de azúcar cuando el mecenas de los muertos hacía su entrada triunfal por la calle de Kralja Milutina. Las ovejas se dispersaban en la lejanía de los pastos. Un poco más adelante, a la derecha, el doctor Peter Benkman era sometido a su habitual y eterno devenir en la espera de aquella gelatina americana que abría sus brazos como el ya viejo Brahms al saber de la muerte de Clara Schumann, un año antes de la suya. No debería seguir aquí. "Los primordiales", me escupe Orson entre cúmulos de whiskey y postales de Amaia Montero. "Los primordiales han hecho acto de presencia y ahora quieren rebozar los cuerpos vivos pero muertos de aquellas francesas afrancesadas hasta la médula que se colocaban las bragas al pasar por delante de los botijos de aguardiente." ¿Y no somos todos en cierta manera responsables? Tu único pasatiempo consiste en tocarte la polla ante nuestra mirada perdida. Siempre con tu polla manchándonos los labios. Arden las naves más allá del Tannhäuser (ópera). Gracias a una ganzúa pude entrar en la estancia que debía conseguirme tu perdón. Escupiendo tus palabras en su pecho deshojado, frente al O'Hara, de Frank O'Hara. Eran otros tiempos. Ahora ya eres un amargo sentimiento febril entre la basura. Las alfombras se desplazan como si de mantas se trataran. Ondulantes ante tu cabeza, mi trofeo. Say the goddamned pronouns. Ah, mi querido Sam Diamond. No hay nada que un buen guantazo en su rostro burgués no pueda arreglar. "Me gusta cuando cantas, desprovisto de ropa y con sombreros entre tus axilas. ¿Le leíste ya el poema de los japoneses? Ella expira que tiene un novio, que se parece a Boris Karloff". "¡Boris Karloff! No se merece ni oler mi mierda." Conseguí abrirme paso entre aquellos bultos, Lautreamont se alimentaba de unas piernas mal depiladas, eríceas, abominando de su memoria. "Quiero que cuando me penetres, las flores broten en las marismas." Allí, entre los candelabros, el poeta de esperma subrepticio picaba con su grinder el poder de una hierba imposible, inalcanzable, remota y simplemente ineficaz que fumaba ante los cuerpos descuartizados de algunas niñas.
Salí, salí por el portal de acero. No llegué muy lejos. Luis Alberto jugaba al golf junto a los muros de Ledesma. "Querido benefactor, déjame darte un abrazo con los morados labios prominentes". Se puso rojo como los neumáticos del Carmageddon. "No te espantes, no dormiré con ella tampoco esta noche. Me ahogo en el camarote de piedra, tragando mi propia dignidad por boca y extremidad, ¿no lo ves?"
Quería marcharme. El caserón se arqueaba tratando de agarrarme. "Por ahí va un maromo, atrapadlo". La pasión de San Mateo y sus piernas zurdas en el opel corsa. "Vámonos de aquí. Deja que me suba al capó. Lo importante es dejar estas tierras."
Y el occiso almirante enterrando una cerezas podridas en el cementerio. Una navaja en el cuello de algunos de los comensales. "Esta es mi casa. ¿Por qué debería irme? ¿quién me va a esperar ahí fuera?" La aparición fantasmal de un camisón blanco en las fauces de una noche novaliana. Ella me saluda desde las verjas. Yo la miro embelesado. "Eres el amor perdido de mis catorce años. ¿Por qué has llegado tan tarde?" Ella se giró presumida y seductora, hacia donde los setos clavan sus raíces.
La negrura quedaba atrás mientras nos alejábamos silenciosos.
¿No son aquellas estancias nuestras espejos salvajes y los ojos que ya juegan al escondite entre los párpados?

sábado, 2 de julio de 2011

Irrealidad y Regresión (I)

Cuando uno traslada su habitabilidad hecha de cañas rebosantes de baba dionisíaca, momentos de terciopelo junto a la pluma ibérica en las orillas del Tormes y demás anclaje sentimental al extranjero, especialmente, a Estados Unidos, el infeliz podría pensar que la pantalla cinematográfica se desgaja y una entrada mágica salida de los calzoncillos de Schwarzenegger nos brinda acceso a un mundo de fantasía y palabra "fuck" que cambiará su realidad hasta tornarla mito, excrecencia carnosa carpenteriana o desvirgamiento prematuro y tecnificado entre las piernas de una mujer eternamente endeudada con la Universidad de Michigan. Quizás esos caminos son posibles pero a mi no se me fue concedida tan alta maestría imaginativa sino una hostilidad de recibimiento inhumano o demasiado humano al pasar los controles del aeropuerto de Philadelphia.
Aún así, recaigo en el Oeste, más allá de las planicies áridas y de los lagos de sulfuro. Llego a la que va a ser mi casa y una viejecita embutida en flores y sedas tardías me recibe con una copa de vino. Las horas sin dormir, la violencia más sagrada, la del huesped, el agua del váter, girando en la misma dirección que en el hogar, nada cambia mucho mi percepción.
Pasan los días, visito las universidades, sorprendo a las madres de cuento sobre las gradas del campo de béisbol, miríadas de gnomos de porcelana barata observan mis pasos sonoros mientras atravieso las grandes avenidas. Cómo sienten mis pies las avenidas. Nada cambia. Las pizzas son más caras. La gente es más simpática bajo sus trajes informativos.
Mas el ordenador, extensión de mi mente, verdadero cyborg yo como somos ya un poco todos, desempeña la función desintegradora. No lo noto el primer día pero el segundo ya soy todo oídos. Hablo con mis seres queridos, recibo e-mails, a la gente le gusta el color de mis ojos en un espejo convexo subido en el muro de facebook. Se acerca la hora de comer. Las voces van cayendo. Pasan las cuatro de la tarde. Se hace el silencio. Me quedo solo. Mis conexiones con Seattle son nulas. Mi corazón está en Europa. Pero estoy solo.
Ya no es como estar en Salamanca, tomarme unos vinos con chicas que mascan músculos de afroamericanos con los pechos, besarle las buenas noches a una rubia, quizá hacerme una paja y cagarme en Dios, no. Ya no es así. Entonces sabes que a medida que te vas durmiendo pasas a formar parte de un todo más grande y seguro que tu cama, un todo determinado y ambivalente a la vez donde todos mis conocidos pescan con grandes mástiles y redes eléctricas en el mar oscuro del inconsciente colectivo o telemático que ya todos nuestros lazos informativos nos han situado sobre las pesadas cabezas al romperse el día.
La segunda noche ya supe que estaba solo. Que cuando me iba a dormir, la noche era cuento para asustar a los niños rojos en el Este de mi topología. La oscuridad del jardín volvíase fluorescente y la textura de mi realidad se desmoronaba por instantes.
Esa sensación de que algo no encaja del todo alrededor nuestro. Algunas mujeres pasan como bultos de grasa por delante de mi ventana sacando al perro a pasear, los mapaches vestidos como piratas lanzándose contra las persianas, la vertiginosa rata-ardilla que rastrea entre los despojos el cadáver de Charles Dexter Ward, un amigo recomienda un juego informático que asusta hasta la médula pero a mi ya todo esto no me sirve. Mi madre me llama, y mientras el sol marchita las rosas en toda la palabra rosa, la rubia cabellera maternal se arquea obediente ante el rosado ocaso de las montañas de Mallorca.
Vendrá el armado viernes 13 con su máscara de las juventudes socialistas, en Elm Street sólo hay varios niños incendiados y pintura en las tripas nórdicas de su víctima, los jóvenes de Columbine acampan en las esquinas de la plaza de la constitución con la cabeza de Rita Barberà en una pica, Snake Priskin rescata a Teddy Bautista de las manos coléricas de Ramoncín. Basta.

Cae ya el crepúsculo en Seattle. En España los sueldos de los tecnócratas suben hasta las nubes enrarecidas de polvo que Madrid mima. Allí en lo alto, un cuerpo desnudo, sin orejas y con un solo ojo abre tentativamente sus fauces, engulle mis fantasías y las vuestras, carga con el tiempo: una sucesión continua de bloques de cheddar.

viernes, 24 de junio de 2011

Ravenna Park

El día amanece frío en Seattle. Las ojas de los árboles se estremecen por los cambios de presión a las que son sometidas. El volcán en la lejanía establece el límite de lo habitable por el hombre. ¿No somos acaso como una rosa marina surcando los agitados mares de lo incomensurable? Salmones como cúspides desafiando las alturas de los mares y los lagos. El periódico de hoy trae noticias de antiguas tribus bañadas en el lodo de las fábricas. "El hombre blanco", ellos dicen, "se apodera de las tierras con mano de hojalata y hierro". "Desdichados", aseguran, "no entienden que nosotros ya no somos más que abrigo y tormento para sus reses soñolientas". El sol cae por el Oeste del Oeste y algunos miedosos retiran sus hornadas y aguardan en sus casas de papel y ensueño, a que caigan los fantasmagóricos órdagos de Perl Harbour.

Una vez en el supermercado me dirijo a la sección de cereales, pasando como nube por los congelados de Alaska, cuánto tiempo ha pasado ya desde que mi mano blanquecina retirara el tapón del desagüe y así pudieras liberarte de aquellos punzantes estertores que la noche de Gomila traía con barato alcohol de taberna. Deslizándote entre las formas de un amor escatológico y allí los vecinos esperando ante sus urnas la llegada de vuestras nalgas difusas por el whiskey. Aquí disloco las articulaciones del tiempo esparcidas en blandos copos de azúcar y no puedo sentirme dichoso aún. "¿Cómo está usted? ¿Ha encontrado quizá ya lo que necesita? Yo estoy bastante bien." El día se ha deshecho extraño sobre las berenjenas del verano y de la siesta en que tú y yo acampábamos en las dunas. Más allá de las ametralladoras y de sus surcos, cuando los aullidos de nuestro padre se escuchaban bajo aquel puente de piedra. Ya no hay nombres, sólo números sin esperanza por las avenidas fabricadas como dulces. Regocijo, una entrada en un parque. He comprado una guitarra. No es mucha cosa pero puedo tocar los vacuos acordes de esa canción sin rumbo que nunca llega a puerto. Mujeres varias, paseando sus paraguas. Las ardillas se recogen en los recodos de las frondas. 

Una calma impostada nos lleva a fingir que somos mártires de lo abstracto. Árboles afligidos en su desprendido canto junto a los túmulos. América es un vapor de espinos, donde sólo juegan aquellos niños distraídos.


Heroína por los tundros y las savias. Reposándote, hermano que segregas y sollozas y los cuervos te dedican un graznido. Los cuervos en sus imponentes penachos. Algunos gritos se ahogan en la lejanía de las fábricas. Las arañas frotando impunes, los salados cuerpos de los Suquamish.

sábado, 18 de junio de 2011

Raccon City

Grietas.
Surcos excavados
en el rostro de la tarde.
Las frondas y antenas
despiden, con creciente sobresalto
la silente industria de los tarsos.
Te advierto y no sirve, no te agaches.
Cargan fieros con sus dólares los mapaches.

Allá, quieto junto a los huesos
de los amigos muertos,
tu fuego espera.
Un vaso
o un cáliz y algún vómito.
Se adormecen los dedos tubulares
deseando siempre que los despaches.
Cargan fieros con sus dólares los mapaches.


Arriba,
escaleras arriba,
desarbolas las corrientes
y tus mástiles nunca vivos.
El orín del búfalo negado
será remanso en el que te emborraches
cuando carguen fieros
con sus dólares
los mapaches.

lunes, 6 de junio de 2011

Tortoise Shout (D. H. Lawrence)


El Grito de la Tortuga

Creía que era mudo,
dije que era mudo,
mas lo he oído gritar. 

El primer débil alarido,
viniendo de la insondable alborada de la vida,
remoto, tan lejano, como una demencia, bajo el borde floreciente del horizonte,
lejos, remoto, lejano alarido.

Tortuga in extremis. 

¿Por qué fuimos crucificados en el sexo?
¿Por qué no nos dejaron plenos, y finales en nosotros mismos,
así como empezamos, 
así como de por cierto él empezó, tan perfectamente solo?

¿Un lejano grito que pudo oírse,
o es que sonó directamente en el plasma?

Peor que el llanto de un recién nacido,
un grito,
un alarido,
un lamento,
un himno,
una agonía de muerte,
un chillido al nacer,
un someterse,
todos débiles, débiles, lejanos, reptiles en el primer amanecer. 

Grito de guerra, triunfante, placer agudo, estertor de muerte reptiliano,
¿por qué se rasgó el velo?
¿el sedoso alarido en la membrana rasgada del alma?
La membrana del alma del macho
rasgada por un aullido mitad música, mitad horror. 

Crucifixión. 
Tortuga macho, hendiéndose a través de la maltrecha pared de la densa hembra,
montándola tenso, despatarrado, estirándose fuera del caparazón con desnudez de tortuga, 
el cuello largo, y los largos miembros vulnerables forzados, despatarrados sobre su tejado,
y el profundo y secreto rabo que todo lo penetra, curvado bajo sus paredes,
desplegándose y agarrando fuerte, más angustia inminente en suma tensión
hasta que de repente, en el espasmo del coito, penetrándola con una sacudida y ¡oh!
Abriendo su apretado rostro desde el cuello estirado
y dando su frágil alarido, ese rugido, 
tan audible,
de su rosada, agrietada, boca de viejo,
entregando el espíritu, 
o gritando en Pentecostés, recibiendo el espíritu. 

Su grito, y el hundimiento del instante,
el momento de eterno silencio,
mas inédito, y después del momento, la súbita, alarmante sacudida del coito y una vez más
el inexpresable débil quejido-
y demás, hasta que el último plasma de mi cuerpo se volvió a fundir
hasta los primigenios rudimentos de la vida, y del secreto.

Y así penetra, y gime
una y otra vez ese quebradizo y roto alarido
tras cada sacudida, el como largo intervalo,
la eternidad de la tortuga,
antigua, persistencia reptiliana,
latido de corazón, lento latido de corazón, persistente hacia el siguiente espasmo.

Recuerdo, cuando era un chico,
oí el croar de una rana, atrapada con su pata en la boca de una serpiente que se alza;
recuerdo cuando oí por primera vez a las ranas toro estallando en el sonido de la primavera;
recuerdo oír el fuerte graznido de una oca salvaje saliendo desde dentro de la garganta de la noche,
más allá del lago de las aguas;
recuerdo la primera vez, saliendo de un arbusto en la oscuridad,
los penetrantes silbidos y gorjeos de un ruiseñor agitaron las profundidades de mi alma;
recuerdo el chillido de un conejo al atravesar un bosque a medianoche;
recuerdo a la vaquilla en su acaloramiento, mugiendo y mugiendo 
a través de las horas, persistente e irreprimible;
recuerdo mi primer susto al oír el primer maullar de extraños gatos amorosos;
recuerdo el grito de un caballo aterrorizado y herido, 
el fucilazo,
y escapar del sonido de una mujer parturienta,
algo así como el ulular de un búho,
y escuchar en silencio el primer balido de un cordero,
el primer vagido de un niño,
y mi madre cantando para sí misma,
y la primera voz de tenor saliendo de la pasional garganta 
de un joven minero, que desde entonces ha bebido hasta matarse,
los primeros elementos del lenguaje foráneo
en salvajes labios negros,
y más que todo esto,
y menos que todo esto,
este último, 
extraño, débil alarido coital
del macho de la tortuga en lo extremo,
empequeñecido bajo el mismo borde del más lejano horizonte de la vida.

La cruz,
la rueda donde nuestro silencio fue en un principio roto,
el sexo, que rompe nuestra integridad, nuestra singular inviolabilidad, nuestro profundo silencio
sonsacándonos un aullido.
El sexo, que nos rompe en distintas voces, nos lleva a buscar a través 
de las profundidades, a buscar, a buscar al complemento,
cantando, y llamando, y cantando otra vez, siendo oídos,
habiendo encontrado.

Deshechos, para volver a ser plenos otra vez, después de un largo tiempo buscando lo que se perdió
el mismo grito de la tortuga como de Cristo, el grito de Osiris abandonado,
aquello que es pleno, dividido en dos, 
aquello que es parte, encontrando su plenitud otra vez a lo largo del universo.


TORTOISE SHOUT

I thought he was dumb,
I said he was dumb,
Yet I've heard him cry.

First faint scream,
Out of life's unfathomable dawn,
Far off, so far, like a madness, under the horizon's dawning rim,
Far, far off, far scream.

Tortoise in extremis.

Why were we crucified into sex?
Why were we not left rounded off, and finished in ourselves,
As we began,
As he certainly began, so perfectly alone?

A far, was-it-audible scream,
Or did it sound on the plasm direct?

Worse than the cry of the new-born,
A scream,
A yell,
A shout,
A pæan,
A death-agony,
A birth-cry,
A submission,
All tiny, tiny, far away, reptile under the first dawn.

War-cry, triumph, acute-delight, death-scream reptilian,
Why was the veil torn?
The silken shriek of the soul's torn membrane?
The male soul's membrane
Torn with a shriek half music, half horror.

Crucifixion.
Male tortoise, cleaving behind the hovel-wall of that dense female,
Mounted and tense, spread-eagle, out-reaching out of the shell
In tortoise-nakedness,
Long neck, and long vulnerable limbs extruded, spread-eagle over her house-roof,
And the deep, secret, all-penetrating tail curved beneath her walls,
Reaching and gripping tense, more reaching anguish in uttermost tension
Till suddenly, in the spasm of coition, tupping like a jerking leap, and oh!
Opening its clenched face from his outstretched neck
And giving that fragile yell, that scream,
Super-audible,
From his pink, cleft, old-man's mouth,
Giving up the ghost,
Or screaming in Pentecost, receiving the ghost.

His scream, and his moment's subsidence,
The moment of eternal silence,
Yet unreleased, and after the moment, the sudden, startling jerk of coition, and at once
The inexpressible faint yell
And so on, till the last plasm of my body was melted back
To the primeval rudiments of life, and the secret.

So he tups, and screams
Time after time that frail, torn scream
After each jerk, the longish interval,
The tortoise eternity,
Agelong, reptilian persistence,
Heart-throb, slow heart-throb, persistent for the next spasm.

I remember, when I was a boy,
I heard the scream of a frog, which was caught with his foot in the mouth of an up-starting snake;
I remember when I first heard bull-frogs break into sound in the spring;
I remember hearing a wild goose out of the throat of night
Cry loudly, beyond the lake of waters;
I remember the first time, out of a bush in the darkness, a nightingale's piercing cries and gurgles startled the depths of my soul;
I remember the scream of a rabbit as I went through a wood at midnight;
I remember the heifer in her heat, blorting and blorting through the hours, persistent and irrepressible;
I remember my first terror hearing the howl of weird, amorous cats;
I remember the scream of a terrified, injured horse, the sheet-lightning
And running away from the sound of a woman in labor, something like an owl whooing,
And listening inwardly to the first bleat of a lamb,
The first wail of an infant,
And my mother singing to herself,
And the first tenor singing of the passionate throat of a young collier, who has long since drunk himself to death,
The first elements of foreign speech
On wild dark lips.

And more than all these,
And less than all these,
This last,
Strange, faint coition yell
Of the male tortoise at extremity,
Tiny from under the very edge of the farthest far-off horizon of life.

The cross,
The wheel on which our silence first is broken,
Sex, which breaks up our integrity, our single inviolability, our deep silence
Tearing a cry from us.

Sex, which breaks us into voice, sets us calling across the deeps, calling, calling for the complement,
Singing, and calling, and singing again, being answered, having found.

Torn, to become whole again, after long seeking for what is lost,
The same cry from the tortoise as from Christ, the Osiris-cry of abandonment,
That which is whole, torn asunder,
That which is in part, finding its whole again throughout the universe.




miércoles, 25 de mayo de 2011

La Convulsión Espasmódica de Cúchulainn (Protopoeta épico)

La primera convulsión espasmódica se apoderó de Cúchulainn, y lo transformó en algo monstruoso, horrible y sin forma, desconocido. Sus canillas y articulaciones, cada nudillo y ángulo y órgano de la cabeza a los pies, se agitaba como un árbol en la inundación o un junco en la corriente. Su cuerpo se retorció furioso por debajo de su piel, hasta que los pies y espinillas se dieron la vuelta y tobillos y pantorrillas quedaron así al descubierto. Las esféricas articulaciones de sus piernas giraron hacia las espinillas, cada gran nudo del tamaño de un tenso puño guerrero. En su cabeza, los músculos de la sién se estiraron hasta la nuca, cada poderosa protuberancia, inmensa, inabarcable, tan grande como la cabeza de un niño de un mes.

Su rostro y sus rasgos pasaron a ser un cuenco rojo, absorvió de tal modo un ojo dentro de su cabeza que una grulla salvaje no hubiese podido partir de la mejilla y llegar a las profundidades del cráneo; el otro ojo se posó sobre su moflete.
La boca siniestramente desencajada: la mejilla se desprendió de las mandíbulas hasta que el gaznate hizo acto de presencia; el hígado y los pulmones se agitaban en su boca y garganta; la mandíbula inferior golpeaba a la superior con la fuerza de un león, y pellejos ardientes, grandes como vellones de carnero llegaban a la boca desde la garganta.
Su corazón latía con enorme intensidad en el pecho, como el aullido de un perro guardián al ser alimentado, o el sonido de un león entre osos. Pérfidas nieblas y briznas de fuego refulgían rojas por dentro de las nubes de vapor que hervían cabeza afuera, tan feroz era su furia.

El halo heróico surgió de su frente, larga y ancha como la piedra de afilar de un guerrero, amplia como un hocico, y se volvió loco golpeando los escudos, exhortando a su auriga y arengando a las huestes.
Entonces, imponente y duro, firme y fuerte, alto como el mástil de un noble navío, se desprendió del centro muerto de su cráneo un recto chorro de sangre negra, humeando oscura y mágica.
De este modo, entonces, marchó al encuentro de sus enemigos y obró proezas atronadoras y mató a cien hombres, luego a doscientos, luego a trescientos, luego a cuatrocientos, luego a quinientos...

(Extrato del poema épico irlandés Táin Bó Cuailnge. c.
Traducción del Gaélico al Inglés, Thomas Kinsella)

Y así como en la película Erik, The Viking el padre de Sven no deja de hacer referencia al estado de locura guerrera conocido como Berserk (to go berserk sería la expresión correcta), Cúchulainn, gran héroe irlandés se dispone a enfrentarse a sus enemigos que huyen despavoridos ante tanto horror. Obviamente hemos dejado atrás el discreto canto o danza de batalla.

domingo, 22 de mayo de 2011

El Camino de los Girasoles sin Rumbo

Poco después de la primera sacudida, el ruido de las trompetas y los tambores de la festividad de Semana Santa dejó de ser una estridencia para los oídos de los vecinos. El cielo, que hasta ese momento había permanecido estático en su largo de azul renacentista se truncó en un negro tectónico que abría la sima del espacio ya no tan exterior como interior a los ojos desorbitados de las palomas. Una gran fuerza gravitacional levantó a Miguel de su silla hasta estamparlo en el lejano techo que, en la exquisitez de su gotelé sin fisuras, le causó una serie de hematomas granulados sobre la cabeza.
El lecho arquitectónico que se abría sobre la butaca siempre había causado en Miguel un sentimiento de desprecio, pues sus aristas habían erosionado en muchas ocasiones su cráneo previamente, pero ahora, ese mismo espacio a priori no funcional había desempeñado un papel crucial en lo que se refiere a su propia seguridad: evitó que los muebles y los libros lo aplastaran.

El inglés dispone de una palabra que describe de una manera muy aproximada la posición de Miguel en el techo. La palabra es sprawled y ésta daría cuenta de lo absurda que era la manera de yacer del personaje. Un oído tan poco cultivado como el mío sólo escucha prawn resonando dentro del esqueleto de sprawled y esto no haría más que llevarnos al mundo de los crustáceos y quizá entonces no andaríamos muy lejos de lo que en español quise expresar en un principio.

Miguel se incorporó y gimió amargamente. Las nubes abandonaban sus originarias cumbres hasta cegar las calles con firme abrazo. El dolor empezó a desvanecerse pero un fluir espeso de sangre acariciaba su sien. Miguel hizó presión con la mano. Presión con una sola mano. El papel higiénico quedaba atrapado en la cavidad que en el pasado fue el baño. Aún se sentía débil y no quiso arriesgarse a volver a caer. La ropa se amontonaba en las harto sabidas formas del desorden y la disposición de las ruinosos libros desvelaba al tercer hombre en la penumbra de un ángulo.

El ruido metálico de un muchas clavos rompiéndose devolvió a Miguel su interés por la ciudad. Una farola había cedido y por un instante, su forma se deslizó elegante por delante de la ventana. Algo la arrastraba hacia abajo, hacia los cielos. Sin embargo se trataba de una empuñadura no muy firme, delicada, como la garra del león que sujeta un muñeco o su presa muerta cuando no hay más rivales cerca. Suave garra sobre la pesadez del hierro flotando su camino nevado hasta lo desconocido. Miguel sacó su cabeza por ventana. Los cables de electricidad seguían allí. Conectando los edificios colgantes con lianas de fibras de sonidos de armónica, dolor de cabeza para los oídos más sensibles. Miguel cerró los ojos, el sabor de la sangre le mojaba el labio superior y un crujir lejano e incesante servía de basso contínuo a su meditación. ¿Qué habrá sido de ella? ¿murió abrazada a su nuevo amante? ¿o ella? ¿se acordará de mi manera de soplarle en el oído? ¿habrá papá salido a navegar en su terraza de cempral y jazmín?

Un grito, un soyozo, y quizá un moverse entre cortinas rompió la batería de preguntas retóricas que puse en mente de Miguel. Quizá no había pensado en nada. Quizá había abandonado el devenir de sus deseos por un momento y reflexionado acerca de su existencia: plena, sin forma, inabarcable en noches sin antorchas. "¿Hola? ¿Hay alguien allí? Contéstame por favor." Miguel dirigió estas palabras hacia la fuente de su sorpresa. El rostro de una chica joven, lloroso y cansado, apareció lentamente encantado por las palabras del desconocido.

-Yo soy Miguel, ¿cómo te llamas? Tranquila, ya ha pasado todo. Técnicamente hablando somos vecinos, ¿no es irónico que no hayamos hablado hasta ahora?
-Me llamo Susana.
Las grietas decoraban el edificio donde Susana se ruborizaba. Como árboles pintados a base moler el corazón de un asesino, las crueles garras de la nada estrujaban la torre de la pobre dama.
- Bien, Susana. No te muevas de donde estás. ¿Ves esos cables? Voy a intentar llegar hasta ti. ¿Me oyes?
-Tengo miedo a volar.

Miguel escuchó sus palabras pero no quiso prestarles atención. Con un salto se agarró al balcón del segundo piso y haciendo péndulo con su cuerpo su mano alcanzó el deseado cable. Miguel tiró de él para asegurarse de que era una opción viable y no cedió. De todos modos, aquel no era el mayor de sus problemas. El peso de las casas empezaba a afectar a sus estructuras y era muy probable que en poco tiempo fueran ellos también tragados por las antiguas alturas.
Una mano tras otra se fue acercando Miguel a Susana mientras allá, sobre su cabeza, los ladrillos estallaban y la tierra se desprendía. Recordaba a James Steward sobre las azoteas, las tardes en el campo subiendo y bajando de los árboles desnudos o vestidos, Marina Conca subiendo lentamente su falda con aquella risa de sardina, el tío Jose Luis y su botella de whiskey junto a las gallinas de piedra, el absurdo caer de un muñeco de trapo desde en películas de mala muerte. Los ojos de Susana lo siguen impacientes. Saca medio cuerpo fuera. Sus glándulas sudorípadas entran en funcionamiento agudo. Los lípidos de su sangre forman telas diminutas como picniks microscópicos. El suelo a sus pies se rompe. Miguel alcanza el piso inferior y levanta su cabeza. Julieta se lo mira risueña y generosa. Le tiende la mano. Algunos libros se precipitan vestidos con camisas o calzoncillos y es entonces cuando se abrazan los dos seres asustados.

Los amarres han dejado de servir y los ahorcados en la tierra se levantan. Las islas son lanzadas al espacio como aviones de papel doblados con guantes, planeando sobre su enorme caída sin retorno.
Quizá es ahora, los cuerpos desplegándose en girasoles sin rumbo, cuando ellos, duermen entre palmeras y juncos, y ya nada importa.

miércoles, 18 de mayo de 2011

Cangrejos Fantasma (Ted Hughes)

Al anochecer, mientras el mar se oscurece,
una profunda oscuridad toma forma, organizándose desde los abismos y los
                                                                                        páramos submarinos,
hasta la orilla del mar. Al principio
se asemeja a rocas descubriéndose, mutilando su palidez.
Luego, poco a poco, la labor de la marea
al retirarse desvela sus productos,
su poder abandona las brillantes góndolas, que resultan ser cangrejos.
Cangrejos gigantes, bajo sus cráneos lisos, mirando tierra adentro
como una trinchera atestada de cascos.
Fantasmas, son cangrejos fantasma.
Así emergen
un vómito invisible de frío marino
sobre el hombre que pasea por las arenas.
Se vuelcan tierra adentro, hacia la púrpura humareda
de nuestros bosques y aldeas, una oleada peluda
de enormes y tambaleantes espectros
deslizándose como descargas por el agua.
Nuestras paredes, nuestros cuerpos, no son un problema para ellos.
Su apetito reside en otros lugares.
No podemos verlos ni apartar la mirada.
Sus bocas burbujeantes, sus ojos
con su lenta furia mineral
se hacen paso a través de nuestra nada donde nos tiramos sobre camas
o nos sentamos en habitaciones. Nuestros sueños quizá se alborotan,
o nos despertamos sacudidos al mundo de las posesiones
con un jadeo, en un estallido de sudor, los sesos machacados por
la luz de una bombilla. A veces, por unos minutos, una resbaladiza
y escrutadora
espesura de silencio
se abre paso entre nosotros. Estos cangrejos poseen el mundo.
Toda la noche, alrededor o a través de nosotros,
se acosan, se aferran los unos a los otros,
se montan, se despedazan los unos a los otros.
Se agotan por completo.
Ellos son las fuerzas de este mundo.
Nosotros tan solo sus bacterias,
muriendo sus vidas y viviendo sus muertes.
Al amanecer, se repliegan sigilosamente bajo la orilla del mar.
Son el desconcierto de la historia, la convulsión
en las raíces de la sangre, en los ciclos de la concurrencia.
Para ellos, nuestras abarrotadas tierras son campos de batalla vacíos.
Durante el día se recuperan bajo el mar.
Su canto es como una fino viento marino arqueándose sobre las rocas
                                                                               de un promontorio,
donde sólo los cangrejos escuchan.

Ellos, los únicos juguetes de Dios.






(Es inevitable confesar la significativa deuda para con la traducción de Xoán Abeleira en Bartleby)