Los soplidos de las trompetas y la seda de los violonchelos introducen el tempestuoso escenario barrido por los monzones y los reptiles de colas como apéndices. El bramido de las olas emite sus dulces interferencias a través de una vieja radio.
Las aguas están llenas de plásticos que no hacen ruido,
que sólo ahogan a los bañistas en la medianoche,
que responden a la llamada de las orcas al describir Júpiter sereno un destello en el horizonte.
El reverendo Maldonado, serrando su peso coxofemoral inevitablemente hacia el futuro, busca conchas y caracolas en el perfil descrito por las arenas y los gusanos de Arakis. Las pieles negras de su hábito se estremecen con el contacto de la fresca noche en su viaje hacia las lindes del amanecer.
¡Oh tú, virtualidad de tercer grado por la que algunas familias derrochan sus sueldos durante la estación de lluvias, atracción de feria en la que yo, tú o aquel nos mojamos los pies en los domingos de fútbol y jarras de uranio! ¡Háblanos de tus feligreses en cunas de silicio, los ojos navegantes en la pantalla que no actúa tanto como espejo sino como cortejo indeseado cuando los hombres vuelven de la guerra! ¡Háblanos, te lo suplico!
REVERENDO MALDONADO: –"Los saqué a todos de mi vida. Los saqué a todos de sus coches. Al volver del hogar de los amantes, que quisieron enterrarme junto a los jacintos.
¡Oh, mi padre, oh mi padre! ¿No escuchas lo que Cristo me promete dulcemente?
Tú me tocas y no me haces daño. Los diablos en tus noches de mendicidad difusa. Ellos son los culpables que hoy buscas entre la siembra de los significantes."
Querido doble improvisado,
Junto al arrollo en Tepozlán hay varios perros tumbados en la charca. Mastican raíces y agua envenenada. Los turistas pisan con sus gomas los impotentes aminoácidos, privados ya de la repetición de las fábricas. Tanta identidad que nos embruja por eso mismo, por gozar en el deseo colmado, de aquello que se sabe muerto frente a los goznes del sol.
Pero mírala, por ahí va llegando, la señorita Gutiérrez. Se mueve como una infante difunte emborrachada de Ravel. Entre los filodentros se mueve. Todo es exceso y corriente subterránea en su aparición preprogramada. Os reúno ante los restos de Nantucket, cierto, más lejos e improbable, pero por eso mismo
más abierto.
Tuyo siempre,
el que escribe tu historia,
este dios,
otro doble.
SEÑORITA GUTIÉRREZ: –"Cada luna quemo banderas de estrellas, aquí junto a los cangrejos. Las maracas de Pedro y Jesú son como un pupút haciendo cabriolas por los desiertos de Arakis. Pienso en la presión de mis venas. Allí está Júpiter. Debido a la presión el hidrógeno comparte sus electrones en líquida aletheia que no trae ni verdad,
ni belleza,
ni terribles gritos de cerveza, cuando el bar declina y los amigos te sacan en cara tu huida entre los faroles. Desde que murió Vincenzo te suplico..."
-"Me suplicas."
-"Que me ames esta noche..."
-"Esta noche."
-"Con el ardor de las iguanas...
-"Las iguanas."
-"Pero no me haces caso, siempre ensimismado en tus conchas de hojalata. Sucinto monje endemoniado. Los raores se están friendo en la cocina de tu infancia y las mujeres se visten con partos y festejos de despedida. Los bungalow de madera donde pasamos aquel verano, con aquellos insectos solares dando luz, la necesaria. Y tu botella de mezcal caliente, preñada en sus vísceras por los lagartos. Lucy ha venido a pintar de sangre la cocina. Ego te absolvo.
Y después de tanta noche jugando a los tronos,
con aquella canción de aniversario y con los pterodáctilos, cabrones,
vendrás con tus maracas de Crimea a los brazos de un cristo con ojos de vaca,
herido en el costado siniestro.
Sin testigos, sin dolientes individuos en sus túnicas. A oscuras. Tú, y eso.
¿Por qué no dices nada? ¿Por qué no hablas? Habla... ¿Es que acaso no escuchas..."
-"El perro muerto jugueteando tras la puerta. Luego nada, y otra vez nada. Recuerda."
-"No puedo recordar.
Mentiría si te dijera otra cosa. Tus palabras son gasas empapadas en mi sangre, un querido llanto, una escusa barata en los oídos de la esfinge del departamento de estado, un piropo inocente en una escena de amor de Sam Peckinpah.
Algunos, como Juan, empujan con el pie certero al indio, fuera de plano,
colina abajo,
colina abajo.
Nadie te pidió que te pusieras ese delantal con tanto pistolero suelto, Sr. Valance. Libertad señalada por un garfio en el tejado. Herman cree que el dinero es suyo."
Sentada en el muelle blanco, Nikita Nabronaloviz seduce a los moluscos en pena con sus braguitas de seda.
NIKITA NABRONALOVIZ:–"¿Por qué me crucificaron con estos pechos y con estos muslos? Las cuchillas que mes a mes escarban mi piel. No las soporto. ¿Cuántas cremas te pones? ¿Sabes contar?
(mirada en el reflejo del agua)
Todo el peso de esos ojos, escrutándome. Las manos me cubren poco a poco, con sus pétalos y los párpados de acero. No quiero volverlo a ver.
(las olas no traen nada de valor)
Si en las tardes de aquel verano me hubiese quedado quieta en casa junto a mi madre. Mi madre.
No la soporto.
(y qué te ha hecho ella?)
Está dentro de mi. Prohibición, prohibición, prohibición.
Tiene colmillos de morsa y piel de hojalata.
(y qué más tiene, dime)
No tengo tiempo para esto. Estoy sola.
(son tan tuyas tus braguitas de seda)
Todo el peso de tus ojos, escrutándome."
Dos
morenas luchan a muerte junto al desagüe de la fábrica. Además, el tiempo se lee opaco en los bancos de algas. Las horas no traen nada de valor.
Persigue con la mirada el Reverendo los últimos ermitaños que desaparecen con la marea. Es el momento de la mudanza. El chillido de las uñas en la pizarra de Amity
y ese roto alarido tras cada sacudida, tras cada herida de amor que no se cierra. Enterrada viva. Como una selva diminuta.
Un poco más allá, la señorita Gutiérrez se hunde poco a poco entre las interferencias de la radio y los plásticos.
Ya se ha ensuciado el retrato de Nikita. Ya no le reconoce.
Me encojo de piernas en lo profundo del bote. Mecido por monstruos marinos.
Los luminiscentes dedos estirándose para luego encoger progresivamente. Anémonas que llueven sobre el cráneo jugoso aún sin formar.
Hace frío entre tus labios
bíblicos.
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