El día amanece frío en Seattle. Las ojas de los árboles se estremecen por los cambios de presión a las que son sometidas. El volcán en la lejanía establece el límite de lo habitable por el hombre. ¿No somos acaso como una rosa marina surcando los agitados mares de lo incomensurable? Salmones como cúspides desafiando las alturas de los mares y los lagos. El periódico de hoy trae noticias de antiguas tribus bañadas en el lodo de las fábricas. "El hombre blanco", ellos dicen, "se apodera de las tierras con mano de hojalata y hierro". "Desdichados", aseguran, "no entienden que nosotros ya no somos más que abrigo y tormento para sus reses soñolientas". El sol cae por el Oeste del Oeste y algunos miedosos retiran sus hornadas y aguardan en sus casas de papel y ensueño, a que caigan los fantasmagóricos órdagos de Perl Harbour.
Una vez en el supermercado me dirijo a la sección de cereales, pasando como nube por los congelados de Alaska, cuánto tiempo ha pasado ya desde que mi mano blanquecina retirara el tapón del desagüe y así pudieras liberarte de aquellos punzantes estertores que la noche de Gomila traía con barato alcohol de taberna. Deslizándote entre las formas de un amor escatológico y allí los vecinos esperando ante sus urnas la llegada de vuestras nalgas difusas por el whiskey. Aquí disloco las articulaciones del tiempo esparcidas en blandos copos de azúcar y no puedo sentirme dichoso aún. "¿Cómo está usted? ¿Ha encontrado quizá ya lo que necesita? Yo estoy bastante bien." El día se ha deshecho extraño sobre las berenjenas del verano y de la siesta en que tú y yo acampábamos en las dunas. Más allá de las ametralladoras y de sus surcos, cuando los aullidos de nuestro padre se escuchaban bajo aquel puente de piedra. Ya no hay nombres, sólo números sin esperanza por las avenidas fabricadas como dulces. Regocijo, una entrada en un parque. He comprado una guitarra. No es mucha cosa pero puedo tocar los vacuos acordes de esa canción sin rumbo que nunca llega a puerto. Mujeres varias, paseando sus paraguas. Las ardillas se recogen en los recodos de las frondas.
Una calma impostada nos lleva a fingir que somos mártires de lo abstracto. Árboles afligidos en su desprendido canto junto a los túmulos. América es un vapor de espinos, donde sólo juegan aquellos niños distraídos.
Heroína por los tundros y las savias. Reposándote, hermano que segregas y sollozas y los cuervos te dedican un graznido. Los cuervos en sus imponentes penachos. Algunos gritos se ahogan en la lejanía de las fábricas. Las arañas frotando impunes, los salados cuerpos de los Suquamish.
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