domingo, 22 de mayo de 2011

El Camino de los Girasoles sin Rumbo

Poco después de la primera sacudida, el ruido de las trompetas y los tambores de la festividad de Semana Santa dejó de ser una estridencia para los oídos de los vecinos. El cielo, que hasta ese momento había permanecido estático en su largo de azul renacentista se truncó en un negro tectónico que abría la sima del espacio ya no tan exterior como interior a los ojos desorbitados de las palomas. Una gran fuerza gravitacional levantó a Miguel de su silla hasta estamparlo en el lejano techo que, en la exquisitez de su gotelé sin fisuras, le causó una serie de hematomas granulados sobre la cabeza.
El lecho arquitectónico que se abría sobre la butaca siempre había causado en Miguel un sentimiento de desprecio, pues sus aristas habían erosionado en muchas ocasiones su cráneo previamente, pero ahora, ese mismo espacio a priori no funcional había desempeñado un papel crucial en lo que se refiere a su propia seguridad: evitó que los muebles y los libros lo aplastaran.

El inglés dispone de una palabra que describe de una manera muy aproximada la posición de Miguel en el techo. La palabra es sprawled y ésta daría cuenta de lo absurda que era la manera de yacer del personaje. Un oído tan poco cultivado como el mío sólo escucha prawn resonando dentro del esqueleto de sprawled y esto no haría más que llevarnos al mundo de los crustáceos y quizá entonces no andaríamos muy lejos de lo que en español quise expresar en un principio.

Miguel se incorporó y gimió amargamente. Las nubes abandonaban sus originarias cumbres hasta cegar las calles con firme abrazo. El dolor empezó a desvanecerse pero un fluir espeso de sangre acariciaba su sien. Miguel hizó presión con la mano. Presión con una sola mano. El papel higiénico quedaba atrapado en la cavidad que en el pasado fue el baño. Aún se sentía débil y no quiso arriesgarse a volver a caer. La ropa se amontonaba en las harto sabidas formas del desorden y la disposición de las ruinosos libros desvelaba al tercer hombre en la penumbra de un ángulo.

El ruido metálico de un muchas clavos rompiéndose devolvió a Miguel su interés por la ciudad. Una farola había cedido y por un instante, su forma se deslizó elegante por delante de la ventana. Algo la arrastraba hacia abajo, hacia los cielos. Sin embargo se trataba de una empuñadura no muy firme, delicada, como la garra del león que sujeta un muñeco o su presa muerta cuando no hay más rivales cerca. Suave garra sobre la pesadez del hierro flotando su camino nevado hasta lo desconocido. Miguel sacó su cabeza por ventana. Los cables de electricidad seguían allí. Conectando los edificios colgantes con lianas de fibras de sonidos de armónica, dolor de cabeza para los oídos más sensibles. Miguel cerró los ojos, el sabor de la sangre le mojaba el labio superior y un crujir lejano e incesante servía de basso contínuo a su meditación. ¿Qué habrá sido de ella? ¿murió abrazada a su nuevo amante? ¿o ella? ¿se acordará de mi manera de soplarle en el oído? ¿habrá papá salido a navegar en su terraza de cempral y jazmín?

Un grito, un soyozo, y quizá un moverse entre cortinas rompió la batería de preguntas retóricas que puse en mente de Miguel. Quizá no había pensado en nada. Quizá había abandonado el devenir de sus deseos por un momento y reflexionado acerca de su existencia: plena, sin forma, inabarcable en noches sin antorchas. "¿Hola? ¿Hay alguien allí? Contéstame por favor." Miguel dirigió estas palabras hacia la fuente de su sorpresa. El rostro de una chica joven, lloroso y cansado, apareció lentamente encantado por las palabras del desconocido.

-Yo soy Miguel, ¿cómo te llamas? Tranquila, ya ha pasado todo. Técnicamente hablando somos vecinos, ¿no es irónico que no hayamos hablado hasta ahora?
-Me llamo Susana.
Las grietas decoraban el edificio donde Susana se ruborizaba. Como árboles pintados a base moler el corazón de un asesino, las crueles garras de la nada estrujaban la torre de la pobre dama.
- Bien, Susana. No te muevas de donde estás. ¿Ves esos cables? Voy a intentar llegar hasta ti. ¿Me oyes?
-Tengo miedo a volar.

Miguel escuchó sus palabras pero no quiso prestarles atención. Con un salto se agarró al balcón del segundo piso y haciendo péndulo con su cuerpo su mano alcanzó el deseado cable. Miguel tiró de él para asegurarse de que era una opción viable y no cedió. De todos modos, aquel no era el mayor de sus problemas. El peso de las casas empezaba a afectar a sus estructuras y era muy probable que en poco tiempo fueran ellos también tragados por las antiguas alturas.
Una mano tras otra se fue acercando Miguel a Susana mientras allá, sobre su cabeza, los ladrillos estallaban y la tierra se desprendía. Recordaba a James Steward sobre las azoteas, las tardes en el campo subiendo y bajando de los árboles desnudos o vestidos, Marina Conca subiendo lentamente su falda con aquella risa de sardina, el tío Jose Luis y su botella de whiskey junto a las gallinas de piedra, el absurdo caer de un muñeco de trapo desde en películas de mala muerte. Los ojos de Susana lo siguen impacientes. Saca medio cuerpo fuera. Sus glándulas sudorípadas entran en funcionamiento agudo. Los lípidos de su sangre forman telas diminutas como picniks microscópicos. El suelo a sus pies se rompe. Miguel alcanza el piso inferior y levanta su cabeza. Julieta se lo mira risueña y generosa. Le tiende la mano. Algunos libros se precipitan vestidos con camisas o calzoncillos y es entonces cuando se abrazan los dos seres asustados.

Los amarres han dejado de servir y los ahorcados en la tierra se levantan. Las islas son lanzadas al espacio como aviones de papel doblados con guantes, planeando sobre su enorme caída sin retorno.
Quizá es ahora, los cuerpos desplegándose en girasoles sin rumbo, cuando ellos, duermen entre palmeras y juncos, y ya nada importa.

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