Su rostro y sus rasgos pasaron a ser un cuenco rojo, absorvió de tal modo un ojo dentro de su cabeza que una grulla salvaje no hubiese podido partir de la mejilla y llegar a las profundidades del cráneo; el otro ojo se posó sobre su moflete.
La boca siniestramente desencajada: la mejilla se desprendió de las mandíbulas hasta que el gaznate hizo acto de presencia; el hígado y los pulmones se agitaban en su boca y garganta; la mandíbula inferior golpeaba a la superior con la fuerza de un león, y pellejos ardientes, grandes como vellones de carnero llegaban a la boca desde la garganta.
Su corazón latía con enorme intensidad en el pecho, como el aullido de un perro guardián al ser alimentado, o el sonido de un león entre osos. Pérfidas nieblas y briznas de fuego refulgían rojas por dentro de las nubes de vapor que hervían cabeza afuera, tan feroz era su furia.
El halo heróico surgió de su frente, larga y ancha como la piedra de afilar de un guerrero, amplia como un hocico, y se volvió loco golpeando los escudos, exhortando a su auriga y arengando a las huestes.
Entonces, imponente y duro, firme y fuerte, alto como el mástil de un noble navío, se desprendió del centro muerto de su cráneo un recto chorro de sangre negra, humeando oscura y mágica.
De este modo, entonces, marchó al encuentro de sus enemigos y obró proezas atronadoras y mató a cien hombres, luego a doscientos, luego a trescientos, luego a cuatrocientos, luego a quinientos...
(Extrato del poema épico irlandés Táin Bó Cuailnge. c.
Traducción del Gaélico al Inglés, Thomas Kinsella)

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