miércoles, 25 de mayo de 2011

La Convulsión Espasmódica de Cúchulainn (Protopoeta épico)

La primera convulsión espasmódica se apoderó de Cúchulainn, y lo transformó en algo monstruoso, horrible y sin forma, desconocido. Sus canillas y articulaciones, cada nudillo y ángulo y órgano de la cabeza a los pies, se agitaba como un árbol en la inundación o un junco en la corriente. Su cuerpo se retorció furioso por debajo de su piel, hasta que los pies y espinillas se dieron la vuelta y tobillos y pantorrillas quedaron así al descubierto. Las esféricas articulaciones de sus piernas giraron hacia las espinillas, cada gran nudo del tamaño de un tenso puño guerrero. En su cabeza, los músculos de la sién se estiraron hasta la nuca, cada poderosa protuberancia, inmensa, inabarcable, tan grande como la cabeza de un niño de un mes.

Su rostro y sus rasgos pasaron a ser un cuenco rojo, absorvió de tal modo un ojo dentro de su cabeza que una grulla salvaje no hubiese podido partir de la mejilla y llegar a las profundidades del cráneo; el otro ojo se posó sobre su moflete.
La boca siniestramente desencajada: la mejilla se desprendió de las mandíbulas hasta que el gaznate hizo acto de presencia; el hígado y los pulmones se agitaban en su boca y garganta; la mandíbula inferior golpeaba a la superior con la fuerza de un león, y pellejos ardientes, grandes como vellones de carnero llegaban a la boca desde la garganta.
Su corazón latía con enorme intensidad en el pecho, como el aullido de un perro guardián al ser alimentado, o el sonido de un león entre osos. Pérfidas nieblas y briznas de fuego refulgían rojas por dentro de las nubes de vapor que hervían cabeza afuera, tan feroz era su furia.

El halo heróico surgió de su frente, larga y ancha como la piedra de afilar de un guerrero, amplia como un hocico, y se volvió loco golpeando los escudos, exhortando a su auriga y arengando a las huestes.
Entonces, imponente y duro, firme y fuerte, alto como el mástil de un noble navío, se desprendió del centro muerto de su cráneo un recto chorro de sangre negra, humeando oscura y mágica.
De este modo, entonces, marchó al encuentro de sus enemigos y obró proezas atronadoras y mató a cien hombres, luego a doscientos, luego a trescientos, luego a cuatrocientos, luego a quinientos...

(Extrato del poema épico irlandés Táin Bó Cuailnge. c.
Traducción del Gaélico al Inglés, Thomas Kinsella)

Y así como en la película Erik, The Viking el padre de Sven no deja de hacer referencia al estado de locura guerrera conocido como Berserk (to go berserk sería la expresión correcta), Cúchulainn, gran héroe irlandés se dispone a enfrentarse a sus enemigos que huyen despavoridos ante tanto horror. Obviamente hemos dejado atrás el discreto canto o danza de batalla.

domingo, 22 de mayo de 2011

El Camino de los Girasoles sin Rumbo

Poco después de la primera sacudida, el ruido de las trompetas y los tambores de la festividad de Semana Santa dejó de ser una estridencia para los oídos de los vecinos. El cielo, que hasta ese momento había permanecido estático en su largo de azul renacentista se truncó en un negro tectónico que abría la sima del espacio ya no tan exterior como interior a los ojos desorbitados de las palomas. Una gran fuerza gravitacional levantó a Miguel de su silla hasta estamparlo en el lejano techo que, en la exquisitez de su gotelé sin fisuras, le causó una serie de hematomas granulados sobre la cabeza.
El lecho arquitectónico que se abría sobre la butaca siempre había causado en Miguel un sentimiento de desprecio, pues sus aristas habían erosionado en muchas ocasiones su cráneo previamente, pero ahora, ese mismo espacio a priori no funcional había desempeñado un papel crucial en lo que se refiere a su propia seguridad: evitó que los muebles y los libros lo aplastaran.

El inglés dispone de una palabra que describe de una manera muy aproximada la posición de Miguel en el techo. La palabra es sprawled y ésta daría cuenta de lo absurda que era la manera de yacer del personaje. Un oído tan poco cultivado como el mío sólo escucha prawn resonando dentro del esqueleto de sprawled y esto no haría más que llevarnos al mundo de los crustáceos y quizá entonces no andaríamos muy lejos de lo que en español quise expresar en un principio.

Miguel se incorporó y gimió amargamente. Las nubes abandonaban sus originarias cumbres hasta cegar las calles con firme abrazo. El dolor empezó a desvanecerse pero un fluir espeso de sangre acariciaba su sien. Miguel hizó presión con la mano. Presión con una sola mano. El papel higiénico quedaba atrapado en la cavidad que en el pasado fue el baño. Aún se sentía débil y no quiso arriesgarse a volver a caer. La ropa se amontonaba en las harto sabidas formas del desorden y la disposición de las ruinosos libros desvelaba al tercer hombre en la penumbra de un ángulo.

El ruido metálico de un muchas clavos rompiéndose devolvió a Miguel su interés por la ciudad. Una farola había cedido y por un instante, su forma se deslizó elegante por delante de la ventana. Algo la arrastraba hacia abajo, hacia los cielos. Sin embargo se trataba de una empuñadura no muy firme, delicada, como la garra del león que sujeta un muñeco o su presa muerta cuando no hay más rivales cerca. Suave garra sobre la pesadez del hierro flotando su camino nevado hasta lo desconocido. Miguel sacó su cabeza por ventana. Los cables de electricidad seguían allí. Conectando los edificios colgantes con lianas de fibras de sonidos de armónica, dolor de cabeza para los oídos más sensibles. Miguel cerró los ojos, el sabor de la sangre le mojaba el labio superior y un crujir lejano e incesante servía de basso contínuo a su meditación. ¿Qué habrá sido de ella? ¿murió abrazada a su nuevo amante? ¿o ella? ¿se acordará de mi manera de soplarle en el oído? ¿habrá papá salido a navegar en su terraza de cempral y jazmín?

Un grito, un soyozo, y quizá un moverse entre cortinas rompió la batería de preguntas retóricas que puse en mente de Miguel. Quizá no había pensado en nada. Quizá había abandonado el devenir de sus deseos por un momento y reflexionado acerca de su existencia: plena, sin forma, inabarcable en noches sin antorchas. "¿Hola? ¿Hay alguien allí? Contéstame por favor." Miguel dirigió estas palabras hacia la fuente de su sorpresa. El rostro de una chica joven, lloroso y cansado, apareció lentamente encantado por las palabras del desconocido.

-Yo soy Miguel, ¿cómo te llamas? Tranquila, ya ha pasado todo. Técnicamente hablando somos vecinos, ¿no es irónico que no hayamos hablado hasta ahora?
-Me llamo Susana.
Las grietas decoraban el edificio donde Susana se ruborizaba. Como árboles pintados a base moler el corazón de un asesino, las crueles garras de la nada estrujaban la torre de la pobre dama.
- Bien, Susana. No te muevas de donde estás. ¿Ves esos cables? Voy a intentar llegar hasta ti. ¿Me oyes?
-Tengo miedo a volar.

Miguel escuchó sus palabras pero no quiso prestarles atención. Con un salto se agarró al balcón del segundo piso y haciendo péndulo con su cuerpo su mano alcanzó el deseado cable. Miguel tiró de él para asegurarse de que era una opción viable y no cedió. De todos modos, aquel no era el mayor de sus problemas. El peso de las casas empezaba a afectar a sus estructuras y era muy probable que en poco tiempo fueran ellos también tragados por las antiguas alturas.
Una mano tras otra se fue acercando Miguel a Susana mientras allá, sobre su cabeza, los ladrillos estallaban y la tierra se desprendía. Recordaba a James Steward sobre las azoteas, las tardes en el campo subiendo y bajando de los árboles desnudos o vestidos, Marina Conca subiendo lentamente su falda con aquella risa de sardina, el tío Jose Luis y su botella de whiskey junto a las gallinas de piedra, el absurdo caer de un muñeco de trapo desde en películas de mala muerte. Los ojos de Susana lo siguen impacientes. Saca medio cuerpo fuera. Sus glándulas sudorípadas entran en funcionamiento agudo. Los lípidos de su sangre forman telas diminutas como picniks microscópicos. El suelo a sus pies se rompe. Miguel alcanza el piso inferior y levanta su cabeza. Julieta se lo mira risueña y generosa. Le tiende la mano. Algunos libros se precipitan vestidos con camisas o calzoncillos y es entonces cuando se abrazan los dos seres asustados.

Los amarres han dejado de servir y los ahorcados en la tierra se levantan. Las islas son lanzadas al espacio como aviones de papel doblados con guantes, planeando sobre su enorme caída sin retorno.
Quizá es ahora, los cuerpos desplegándose en girasoles sin rumbo, cuando ellos, duermen entre palmeras y juncos, y ya nada importa.

miércoles, 18 de mayo de 2011

Cangrejos Fantasma (Ted Hughes)

Al anochecer, mientras el mar se oscurece,
una profunda oscuridad toma forma, organizándose desde los abismos y los
                                                                                        páramos submarinos,
hasta la orilla del mar. Al principio
se asemeja a rocas descubriéndose, mutilando su palidez.
Luego, poco a poco, la labor de la marea
al retirarse desvela sus productos,
su poder abandona las brillantes góndolas, que resultan ser cangrejos.
Cangrejos gigantes, bajo sus cráneos lisos, mirando tierra adentro
como una trinchera atestada de cascos.
Fantasmas, son cangrejos fantasma.
Así emergen
un vómito invisible de frío marino
sobre el hombre que pasea por las arenas.
Se vuelcan tierra adentro, hacia la púrpura humareda
de nuestros bosques y aldeas, una oleada peluda
de enormes y tambaleantes espectros
deslizándose como descargas por el agua.
Nuestras paredes, nuestros cuerpos, no son un problema para ellos.
Su apetito reside en otros lugares.
No podemos verlos ni apartar la mirada.
Sus bocas burbujeantes, sus ojos
con su lenta furia mineral
se hacen paso a través de nuestra nada donde nos tiramos sobre camas
o nos sentamos en habitaciones. Nuestros sueños quizá se alborotan,
o nos despertamos sacudidos al mundo de las posesiones
con un jadeo, en un estallido de sudor, los sesos machacados por
la luz de una bombilla. A veces, por unos minutos, una resbaladiza
y escrutadora
espesura de silencio
se abre paso entre nosotros. Estos cangrejos poseen el mundo.
Toda la noche, alrededor o a través de nosotros,
se acosan, se aferran los unos a los otros,
se montan, se despedazan los unos a los otros.
Se agotan por completo.
Ellos son las fuerzas de este mundo.
Nosotros tan solo sus bacterias,
muriendo sus vidas y viviendo sus muertes.
Al amanecer, se repliegan sigilosamente bajo la orilla del mar.
Son el desconcierto de la historia, la convulsión
en las raíces de la sangre, en los ciclos de la concurrencia.
Para ellos, nuestras abarrotadas tierras son campos de batalla vacíos.
Durante el día se recuperan bajo el mar.
Su canto es como una fino viento marino arqueándose sobre las rocas
                                                                               de un promontorio,
donde sólo los cangrejos escuchan.

Ellos, los únicos juguetes de Dios.






(Es inevitable confesar la significativa deuda para con la traducción de Xoán Abeleira en Bartleby)