Cuando uno traslada su habitabilidad hecha de cañas rebosantes de baba dionisíaca, momentos de terciopelo junto a la pluma ibérica en las orillas del Tormes y demás anclaje sentimental al extranjero, especialmente, a Estados Unidos, el infeliz podría pensar que la pantalla cinematográfica se desgaja y una entrada mágica salida de los calzoncillos de Schwarzenegger nos brinda acceso a un mundo de fantasía y palabra "fuck" que cambiará su realidad hasta tornarla mito, excrecencia carnosa carpenteriana o desvirgamiento prematuro y tecnificado entre las piernas de una mujer eternamente endeudada con la Universidad de Michigan. Quizás esos caminos son posibles pero a mi no se me fue concedida tan alta maestría imaginativa sino una hostilidad de recibimiento inhumano o demasiado humano al pasar los controles del aeropuerto de Philadelphia.
Aún así, recaigo en el Oeste, más allá de las planicies áridas y de los lagos de sulfuro. Llego a la que va a ser mi casa y una viejecita embutida en flores y sedas tardías me recibe con una copa de vino. Las horas sin dormir, la violencia más sagrada, la del huesped, el agua del váter, girando en la misma dirección que en el hogar, nada cambia mucho mi percepción.
Pasan los días, visito las universidades, sorprendo a las madres de cuento sobre las gradas del campo de béisbol, miríadas de gnomos de porcelana barata observan mis pasos sonoros mientras atravieso las grandes avenidas. Cómo sienten mis pies las avenidas. Nada cambia. Las pizzas son más caras. La gente es más simpática bajo sus trajes informativos.
Mas el ordenador, extensión de mi mente, verdadero cyborg yo como somos ya un poco todos, desempeña la función desintegradora. No lo noto el primer día pero el segundo ya soy todo oídos. Hablo con mis seres queridos, recibo e-mails, a la gente le gusta el color de mis ojos en un espejo convexo subido en el muro de facebook. Se acerca la hora de comer. Las voces van cayendo. Pasan las cuatro de la tarde. Se hace el silencio. Me quedo solo. Mis conexiones con Seattle son nulas. Mi corazón está en Europa. Pero estoy solo.
Ya no es como estar en Salamanca, tomarme unos vinos con chicas que mascan músculos de afroamericanos con los pechos, besarle las buenas noches a una rubia, quizá hacerme una paja y cagarme en Dios, no. Ya no es así. Entonces sabes que a medida que te vas durmiendo pasas a formar parte de un todo más grande y seguro que tu cama, un todo determinado y ambivalente a la vez donde todos mis conocidos pescan con grandes mástiles y redes eléctricas en el mar oscuro del inconsciente colectivo o telemático que ya todos nuestros lazos informativos nos han situado sobre las pesadas cabezas al romperse el día.
La segunda noche ya supe que estaba solo. Que cuando me iba a dormir, la noche era cuento para asustar a los niños rojos en el Este de mi topología. La oscuridad del jardín volvíase fluorescente y la textura de mi realidad se desmoronaba por instantes.
Esa sensación de que algo no encaja del todo alrededor nuestro. Algunas mujeres pasan como bultos de grasa por delante de mi ventana sacando al perro a pasear, los mapaches vestidos como piratas lanzándose contra las persianas, la vertiginosa rata-ardilla que rastrea entre los despojos el cadáver de Charles Dexter Ward, un amigo recomienda un juego informático que asusta hasta la médula pero a mi ya todo esto no me sirve. Mi madre me llama, y mientras el sol marchita las rosas en toda la palabra rosa, la rubia cabellera maternal se arquea obediente ante el rosado ocaso de las montañas de Mallorca.
Vendrá el armado viernes 13 con su máscara de las juventudes socialistas, en Elm Street sólo hay varios niños incendiados y pintura en las tripas nórdicas de su víctima, los jóvenes de Columbine acampan en las esquinas de la plaza de la constitución con la cabeza de Rita Barberà en una pica, Snake Priskin rescata a Teddy Bautista de las manos coléricas de Ramoncín. Basta.
Cae ya el crepúsculo en Seattle. En España los sueldos de los tecnócratas suben hasta las nubes enrarecidas de polvo que Madrid mima. Allí en lo alto, un cuerpo desnudo, sin orejas y con un solo ojo abre tentativamente sus fauces, engulle mis fantasías y las vuestras, carga con el tiempo: una sucesión continua de bloques de cheddar.