miércoles, 24 de agosto de 2011

Irrealidad y Regresión (II)


Dice Theodoro Roethke en una de sus más famosas citas que el hombre espiritual debe ir hacia atrás para así poder seguir hacia adelante; que el camino es circular y que a veces se pierde pero que inevitablemente se reencuentra.



Separándome a una distancia segura del párrafo anterior puedo observar la casi neurótica repetición de las conjunciones, como si el lenguaje estuviese escenificando en ese mismo repetir, el eterno retorno que lo hace tan seductor ante la perspectiva imaginada de la propia muerte.

Si dediqué mi primer ensayo americano a hablar de la irrealidad que el viaje a otras latitudes produce, en esta segunda parte quiero apuntar a una serie de aspectos que en cierta manera niegan el devenir de la historia propia del sujeto y privan a la conciencia, inocente y despistada, de marcadores temporales. 

Después de despertar a mi nueva vida lejos del chorizo y sus digestiones carburantes me dispuse a ducharme (repetición: posible ansiedad por el desmoronarse de mi identidad), dejé la ropa en la habitación y avancé desnudo por las nubes de la moqueta. Le di al agua caliente y me acerqué a la alcachofa con descaro. El agua me daba en el pecho. Y nada más que en el pecho. En un primer momento pensé en la hombría de los espartanos, en los peludos acorazados de los simios y en aquel día en que pude acercarme a una mujer sin miedo a ser calificado de simpático pero sin derecho a ser deseado, en un primer momento, porque al darme cuenta de la realidad de mi situación, fueron las noches onanísticas de festivales colectivos ante el incipiente porno, las patadas a traición de los repetidores durante los partidos de fútbol en el patio o la cara de imbécil que se me quedó cuando me partieron el tabique.
No podía desviar el chorro hacia mi cabeza. Resultaba imposible. Como Tom Hanks en una película infame de esas cuantas que tiene, creí haber crecido más de lo normal, que algo no concordaba con el espacio, que la imagen de un hombre adulto inclinando las piernas para recibir la bendición del aseo no era mucho más que ridícula.
Salí de la ducha extrañado. Estiré de nuevo mis piernas. Aunque un ligero andar a lo Beavis and Butthead permaneció por unos segundos.

Después de comprar en el supermercado una caja de cereales Chex y crujir su contenido entre mis dientes llenos de caries invisibles, recordé mis primeras grabaciones teatrales con un radiocasete futurista del pasado (es decir, como los futuros de Brasil, Blade Runner o Forbidden Planet, todos ellos ruinas) junto al que entonces era mi amigo y ahora no es más que un recuerdo distorsionado y desprovisto de baloncesto. También pensé en mi primera novia, una chica que venía de un pueblo amarillo y a la que nunca besé más que en corrillos eróticos de humillación asegurada. ¡Cuánta perversión y cuánta inocencia alrededor de esos círculos en los que nunca participaban las chicas más guapas! Mendigando por un beso furtivo algunos pasaban meses sin besar nada más que el polvo. En otros lugares los chicos malos hacían manitas con las chicas más guarras o bellas. En los corros sólo había gente normal, corriente y algo triste. Los cereales Chex y todo este mundo narcisista de flaqueza constante.

Algo más hay que decir acerca de las dislocaciones temporales. Ahora vivo en la ausencia filial de mi querida benefactora, la abuelita Mary. Duermo en la habitación de su hijo, ya escapado. Me masturbo con la siniestra, y yo valoro, traidora mirada de algún juguete de una infancia que no es la mía al alcanzar el clímax. Y ya sé, ya estoy exhibiéndome otra vez. Pero de alguna manera hay que conservar a la audiencia... 
Mary me trata como a un hijo: me advierte sobre los monstruos en el jardín, me deja notitas cargadas de azúcar al partir hacia la peluquería, me mira con sospecha al hablar de la salvia divinorum... Pero luego los platos se acumulan sucios en el fregadero y, travieso como una nigua, el recuerdo de la cocina de una amigo en la calle de la Parra en Salamanca me remueve el estómago. 
Los gusanos en la mierda de mi perro. El chasquido de los dientes de aquel niño mientras tragaba tippex como si fuera baileys. Las ostias del fraile a tanto niño de papá, incluido yo mismo. El maquillaje cayendo con inercia reveladora sobre el rostro de uno de mis muertos. 

Estas son cosas que a menudo olvida la gente, dice Serrat.
El tiempo, parece ser, es un mito moderno promovido por la burguesía industrial. La física cuántica se ha encargado de derrumbarlo.

Los besos que te di se solapan ahora mismo con el odio de tus párpados, y también, no lo olvides, con los de otro, que no soy yo.
La leche que te servía de alimento es ahora también suero que se filtra por los tubos de tu lecho.
En cada momento muero por un estancamiento pulmonar y me entrego sin descanso a sus muslos de berenjena.
El pasado es algo que vive en el lenguaje, en el abrigo de las palabras que vuelven sin descanso para burlarnos.

Aunque el dolor o el placer no sean más que una elipsis, un vacío en los pozos de tantos labios simultáneos.